Reverencia, qué palabra
Y aquí me ves,
hundido en mis recuerdos, pensando cuántas veces fui inmortal, cuántas otras
infame, cuántas veces no fui. (Qué loco, ¿no? Yo que todo lo pude). No advertí
el dolor de mi amada, que en mis manos se opacaba, se quedaba sin esencia, sin
luz, sin verdad. Y yo inerte en la búsqueda perpleja de la verdad de la vida,
del ser, sin razonar que estaba allí, a mi lado, tocándome, mirándome, sintiéndome
y que idiotizado, miraba sin ver, tocaba
sin sentir.
Pero ese viaje la marcó para siempre, la volvió taciturna, el tiempo se le escapaba de entre las manos, entre sus lecturas y sus escritos, los que jamás me mostraba y mi tonta humanidad que se consolaba, pensando que esto era producto de la madurez que le había llegado antes de tiempo. Y así, entre distancias impenetrables, pasaron los años. Su cara que fue fraguando su dolor, su agonía, sólo era disipada por su eterna sonrisa, siempre a mi lado, tan prolija, tan perfumada, con las curvas perfectas, que descubrían a la mujer que se escondía tras sus trajecitos sastres. Y me pregunto: ¿Cuándo ha muerto la impetuosa joven de la que un día me enamoré? ¿La maté yo? ¿Se dejó morir? ¿O vivió simplemente muy lejos, muy lejos de mí?
Y
las flores que te llevo, sé que son inútiles... pero al menos me consuela saber
que tarde o temprano te las he dado. ¡Qué búsqueda inútil he realizado! Mis
ascensos, mis viajes, mi profesión. Y el
amor lo maté, lo olvidé. Pero tú no, tú no te consolaste con la espera, sé que
buscaste esa verdad que te mantuvo viva.
Que tus viajes tenían nombre y
apellido. Que tus poemas no eran producto de una imaginación prodigiosa, ya que
mostraban a la mujer que pugnaba por gritar: ¡Necesito amor! Qué
poco pedías vida, qué poco.
Y
él fue el único que te lo dio, llenó ese vacío que mi desamor te dejó, le dio
ese brillo a tu mirada. Hoy lo esperé tras tu tumba para recriminarle el robo
de tu amor, de tus suspiros, de tu piel erizada, de tus sonrisas en la ventana.
Pero cuando lo vi sobre tu tumba llorando y sonriendo, mientras te leía unos
poemas que seguramente te había escrito hace años, supe que debía agradecerle por haberte mantenido viva
hasta estos días. No es más alto que yo,
tampoco más elegante, ni más joven, simplemente es quien logró darte el amor que
yo nunca te di y pintar en tu rostro esa sonrisa eterna de adolescente feliz.
El error fue creer
que mi poder era superior al de los dioses, que yo todo lo podía y aquí me ves,
con sesenta años y sin el único ser que he amado en esta tierra, pero con la
convicción de que la reverencia será
parte del resto de mi vida. Si es
que Dios me condena con la misma.
MERCEDES RAQUEL ENRIQUE
BUENOS AIRES - 2004