jueves, 5 de julio de 2012

Reverencia, qué palabra...


Reverencia, qué palabra

 


Nuestros filósofos hablaron de ella, de la tan soñada reverencia, del saberse con poderes, pero nunca éstos eran superiores a los de los dioses. Cuánto tiempo perdido, aprisionado en algún rincón, pensando que este mundo está hecho sin más para el que todo lo puede, para quien todo lo hace. Creyendo a cada paso que la vida nos pertenece, que somos dueños del ocaso y  cuanto se mece allí afuera.

Y aquí me ves, hundido en mis recuerdos, pensando cuántas veces fui inmortal, cuántas otras infame, cuántas veces no fui. (Qué loco, ¿no? Yo que todo lo pude). No advertí el dolor de mi amada, que en mis manos se opacaba, se quedaba sin esencia, sin luz, sin verdad. Y yo inerte en la búsqueda perpleja de la verdad de la vida, del ser, sin razonar que estaba allí, a mi lado, tocándome, mirándome, sintiéndome y que idiotizado,  miraba sin ver, tocaba sin sentir.

 
Ella era tan suave y frágil como la vida misma, llena de miedos y con la fortaleza de un roble añoso, siempre con su sonrisa y su plenitud hecha belleza.
Pero ese viaje la marcó para siempre,  la volvió taciturna, el tiempo se le escapaba de entre las manos, entre sus lecturas y sus escritos, los que jamás me mostraba y mi tonta humanidad que se consolaba, pensando que esto era producto de la madurez que le había llegado antes de tiempo. Y así, entre distancias impenetrables, pasaron los años. Su cara que fue fraguando su dolor, su agonía, sólo era disipada por su eterna sonrisa, siempre a mi lado, tan prolija, tan perfumada, con las curvas perfectas, que descubrían a la mujer que se escondía  tras sus trajecitos sastres. Y me pregunto: ¿Cuándo ha muerto la impetuosa joven de la que un día me enamoré? ¿La maté yo? ¿Se dejó morir? ¿O vivió simplemente muy lejos, muy lejos de mí?

 
Era de noche y el cielo se había ensañado con la tierra, los rayos iluminaban  el oscuro cuarto y me desperté  para observarla, tenía la misma cara y el mismo cuerpo de hacía tantos años, pero si bien estaban allí me eran tan ajenos, tan distantes y tan fríos... tan frío como el que  me la había robado. ¿Por qué ese día? ¿Por qué esa noche?  Mis manos querían tocarla pero habían olvidado cómo hacerlo, mis brazos abrazarla, mi alma decirle que la amaba, que nunca dejé de hacerlo, que conté cada día a su lado, que supe de cada suspiro que escondía y de aquellas cartas que le llegaban,  que siempre soñé con que la mantendrían viva, eternamente joven, aunque yo sólo la observara. Pero era tarde ella ya no me escuchaba, y jamás podré decírselo.


Y las flores que te llevo, sé que son inútiles... pero al menos me consuela saber que tarde o temprano te las he dado. ¡Qué búsqueda inútil he realizado! Mis ascensos, mis viajes, mi profesión.  Y el amor lo maté, lo olvidé. Pero tú no, tú no te consolaste con la espera, sé que buscaste esa verdad que te mantuvo viva.  Que tus viajes  tenían nombre y apellido. Que tus poemas no eran producto de una imaginación prodigiosa, ya que mostraban a  la mujer  que pugnaba por gritar: ¡Necesito amor! Qué poco pedías vida, qué poco. 
 

Y él fue el único que te lo dio, llenó ese vacío que mi desamor te dejó, le dio ese brillo a tu mirada. Hoy lo esperé tras tu tumba para recriminarle el robo de tu amor, de tus suspiros, de tu piel erizada, de tus sonrisas en la ventana. Pero cuando lo vi sobre tu tumba llorando y sonriendo, mientras te leía unos poemas que seguramente te había escrito hace años, supe que  debía agradecerle por haberte mantenido viva hasta estos días.  No es más alto que yo, tampoco más  elegante, ni más joven,  simplemente es quien logró darte el amor que yo nunca te di y pintar en tu rostro esa sonrisa eterna de adolescente feliz.
 

El error fue creer que mi poder era superior al de los dioses, que yo todo lo podía y aquí me ves, con sesenta años y sin el único ser que he amado en esta tierra, pero con la convicción de que la reverencia será  parte del resto de mi vida.  Si es que Dios me condena con la misma.
 
MERCEDES RAQUEL ENRIQUE
BUENOS AIRES - 2004