sábado, 29 de septiembre de 2012

EL SABER DE SÓCRATES.


 
Solo sé que no sé nada y al saber que no sé nada, algo sé, que no sé nada. Parece solo una frase hecha por el azar de una palabra, pero esconde la sapiencia del que medita con el alma. Siempre creemos saberlo todo y pugnamos por devorar los conocimientos, sin entender, sin comprender, por el egocentrismo de sabernos sabios. Y en esa lucha de conocimiento e incorporación de información, se nos olvida pensar, cuestionar y discernir. Y al final no sabemos nada, pero creemos saberlo todo.

Fue así que un día mientras la distancia del sol a la tierra se achicaba,  él caminaba sin más por esa calle solitaria. Y de pronto la vio pasar, con su pelo negro, más negro que la noche y  con más brillo que las estrellas, con su frágil figura y un rostro angelical. Ese señor tan ocupado, dedico un minuto de su tiempo a observar a esa joven solitaria y común. Él tenía todo y sabía todo, pero no pudo dejar de mirar a esa simple joven, y mientras ella se alejaba por aquel boulevard. Él sintió que su corazón se escapaba tras ella. Y ningún conocimiento le sirvió para mitigar la pena de perderla.

Intento alcanzarla y al hacerlo la tomó de un brazo y le pidió: “solo un café”, ella lo miró y sus ojos iluminaron los de él, ella le dijo: “que tenía que entrar a trabajar que otro día con gusto”, le dio un número de teléfono y se fue ante el estupor del caballero.

El correr de la bolsa y los movimientos financieros, lo mantuvieron ocupado, pero no lo suficiente como para olvidar a la joven. Que atardeceres antes le había robado el alma. Temía llamarla y que otra vez ella se excusara. Pero junto fuerzas y la llamó, sus bronceados y delgado dedos, marcaron ése número. Concertaron la cita para un día de la próxima semana. Así comenzó esa amistad que poco a poco fue tornándose Amor. Tenían dos mundos muy diferentes. Ella disfrutaba de la sencillez de su trabajo de pedagoga, en un orfanato que quedaba en los suburbios de la cuidad. Donde era el tesoro mejor guardado, llenaba de luz el lugar, los niños estaban contenidos por su amor, y su empeño en ayudarlos a superar el abandono. Ese mismo que ella había sufrido hace treinta y tantos años. Desde pequeña se juró que si a solo un niño le podía sacar ese sentimiento tan cruel de ser abandonado, su tarea en esta tierra estaría cumplida. Y Así lo hizo. Ese era su mundo, su vida, darles el amor y la confianza debida en ellos mismos, para que el día de mañana no arrastraran su historia. Vivía sola en un departamento de un ambiente que alquilaba, y estaba ya cansada de pelear con el dueño por la humedad del techo, y por lo alto de las expensas, pero aun así era feliz, y disfrutaba de su pequeño lugar. Ese era su refugio, abarrotado de libros que caían de la biblioteca, una mesa pequeña, cuatro sillas, un sillón mecedor al lado de la ventana el cual estaba lleno de almohadones, una cama antigua, un equipo de música, un televisor, un escritorio con su computadora y un cuadro de Claude Monet, el impresionismo siempre le gusto, quizá porque siempre quiso ver luz, y el hecho de que el negro desapareciera, le iluminaba el alma, el romanticismo de ese paisaje la hacía soñar. Él en cambio vivía en la parte residencial de ciudad, en una mansión, con un mayordomo inglés, un séquito de mucamas y colaboradores, un perro al que adoraba y su colección de oleos y autos antiguos. Su biblioteca era más grande que todo el departamento de ella. Era un hombre elegante, delgado, con un bronceado Caribe todo el año, sus trajes Dior impecables, un sutil perfume francés (el mismo de toda su vida adulta) un acento inglés muy cautivador, y con los movimientos más gráciles que le aprecie a un hombre, con su rutina nocturna del coñac añejo en su copa favorita, su habano, y su libro, en un rincón de su escritorio, debajo de aquella hermosa lámpara antigua, y sobre su sillón de terciopelo azul. Sabía que aquel viejo mayordomo esperaba que él durmiera, para recién acudir a sus aposentos, y disfrutaba de ese poder, lo hacía sentir, el dueño de esa vida, y de todas las que dependían de él. Y sonrisa mediante, se conformaba con solo mover un dedo y que todo estuviese en su lugar en ese preciso momento. Se sentía el dueño no solo de la mansión, si no de cuanta alma viviera allí, y ese era su mayor tesoro. Dueño de todo el poder en su mansión, jamás se sintió tan cómodo como ella en su pequeño lugar.

Era de noche, una muy especial y estrellada, con brisa suave, ideal para dar comienzo a una bella historia de amor, pero su egoísmo lo traicionó, al pedirle a ella que dejara de trabajar en ese orfanato y que se casara con él, que le daría todo, y ella le dijo que no, que ya tenía todo lo que había soñado, un lugar en el mundo, y no se lo regalaría ni a su amor... El no comprendió que a veces el dinero no cubre las necesidades del alma, ni espacios, ni suplanta otros. Y al pedirle todo, se quedo sin nada. Ella lo amaba pero no renunciaría a ella por ese amor, ella lo amaba a él y no a la comodidad de su dinero. Y no pretendía casarse con él y simplemente dejar de vivir, y de trabajar en lo que tanto amaba, sus niños. Y él no podía soportar que su esposa trabajara en un suburbio, tratando a niños de clases bajas, sería un agravio para él y su status. Como explicaba a su círculo que su esposa trabajaba en ese lugar era imposible. Cuando acudieran a un cóctel y alguien preguntara: ¿a qué te dedicas? Y ella respondiera, sería un hazme reír de sus amigos, nadie aceptaría tal situación. De pronto en su mente apareció el murmullo de los presentes hablando, de su esposa, y ese solo pensamiento lo apabulló.

La joven comprendió que el amaba su status, su medio, y prefirió marcharse.

Y él comprendió que no sabía nada, que nada había aprendido hasta ese día, en que su egoísmo lo venció, y venció a su amor. Y recordó a Sócrates, y en sus oídos retumbaba la frase “no sé nada”, nada de la vida, se repetía una y otra vez. Solo sé que no sé nada, y al saber que no sé nada, algo sé, que no sé nada, él en cambio siempre se creyó un sabio, siempre con la propuesta irrefutable. Mi inteligencia no me ha servido, se reprochaba, para encumbrar mi vida al lado de la de mi amor, lo he perdido, simplemente por analizar a mi relación como una inversión en la bolsa, pones tiempo y dinero allí, cubres tales necesidades y recuperas tus ganancias aquí. Me olvidé que no era un número, era mi amor, un ser humano, con proyectos, sentimiento, objetivos y que no debían ser bajo ningún concepto, iguales a los míos.

Ella siguió su vida feliz junto a sus niños, suspirando por aquel amor. Sin reprocharse nada.
Y él se propuso aprender a vivir, y aun lo intenta. Cosa que no creo que logre, pues su pequeño ser no puede con los mandatos de su sociedad.

MERCEDES RAQUEL ENRIQUE
BUENOS AIRES - 2004-





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